Este relato participa en el concurso de relato histórico #Historiasdelahistoria de Zenda libros:

 

     Cuando Jeremías entró al salón de palacio, tras ser debidamente anunciado por los mayordomos, el rey Josías discutía airado con uno de sus consejeros. El viejo profeta esperó a ser atendido apoyado en su cayado, con la paciencia propia de quien es capaz de atisbar entre las nebulosas imágenes del futuro, mientras observaba el lastimoso aspecto de aquel salón de paredes desconchadas, tapices descoloridos y trono desgastado. Las noticias que llegaban sobre la guerra librada en el antiguo reino del norte, Israel, no debían de ser muy buenas, a juzgar por el talante irritado que mostraba el joven monarca. El reino de Judá, esquilmado por las continuas guerras, aspiraba por entonces a recuperar las ricas tierras del norte bajo la gobernanza del rey, aprovechando la debilidad de los asirios, pero el panorama político no era demasiado alentador: los mensajeros habían advertido que Egipto también se agitaba y sólo Yahvé sabía qué intenciones podía guardar el faraón para el pueblo de Judá, tan castigado por los pecados cometidos en nombre de falsos ídolos.

     Estos menesteres políticos y estratégicos no eran, sin embargo, la razón que había traído al viejo Jeremías ante la presencia del rey. Como buen profeta que era, Jeremías no se había ganado las simpatías de muchos dirigentes en el pasado, debido a las continuas advertencias que había realizado ante la tendencia idólatra del pueblo de Judá y de sus líderes. El buen —y maleable— rey Josías había acogido, sin embargo, las ideas de Jeremías como propias. Había llegado el momento de utilizar esta influencia para revertir la situación, para extirpar esa idolatría de una vez por todas. Este era el motivo de la ira de Yahvé, que había condenado a su pueblo a sufrir derrota tras derrota para castigarlo, sumiendo al reino en la pobreza y la pleitesía ante pueblos extranjeros. Pero el profeta había dado por fin con la clave para atajar el problema, y era de este asunto de lo que deseaba departir.

     —Mi querido Jeremías —dijo el rey, tras despedir a su sirviente y consejero—, espero que tus noticias sean más propicias que las que me ha traído Netán-Mélek, aunque no tengo mucha confianza. ¿Volverás a hablarme de la destrucción del reino de Judá, de la corrupción de nuestro pueblo y del castigo de Yahvé? Diríase que mis consejeros hoy se han propuesto hastiarme hasta la extenuación con sus malas nuevas y peores augurios. No sé si soportaré una sola más de tales sentencias. Y bien, mi querido Jeremías, ¿qué has venido a contarme? Habla.

    —Mi señor —saludó Jeremías, haciendo una reverencia—, sabéis bien lo que Yahvé nos ha comunicado, pero espero que hoy mis palabras os traigan algo de esperanza, aunque también de advertencia. Sabéis que las obras del templo van avanzado a buen ritmo.

    —Soy conocedor, pero en absoluto diría que tal noticia traiga más alegría y esperanza a mi corazón. Estoy puntualmente informado.

    —No es por el estado de las obras que os vengo hablar, sino por un hallazgo que se ha realizado durante su transcurso. Dada la naturaleza de este acontecimiento, aún no os han comunicado la noticia, pues antes debía ser contrastada debidamente.

    —Oh, ¿y de qué se trata?

    —Del Libro —anunció Jeremías, con devota reverencia—, los pergaminos del Libro escrito por el mismísimo Moisés tras recibir las leyes de Yahvé. Han sido hallados en el templo. Ahora mismo están en posesión del sumo sacerdote Hilcías.

    Ante la mención del nombre del libertador, el rey de Judá palideció. Josías dio un paso al frente hacia el profeta y un rayo luminoso procedente de un ventanuco iluminó su rostro, confiriéndole un aura de beatitud.

    —¿Quieres decir que se ha encontrado la palabra de Yahvé, transcrita por el mismo Moisés? —repitió el monarca, dando a la noticia una pátina de verosimilitud.

    —Tal es, mi señor.

    —Quiero verlo —proclamó el rey—. En efecto traes una noticia inesperada. ¿Es auténtico?

    —Lo es, el sumo sacerdote me ha permitido comprobarlo. Comprenderá mi señor que esta noticia da nuevas esperanzas al reino de Judá. Sois hoy poseedor del libro sagrado que contiene la Ley de Yahvé. ¿No os da esto el derecho y la justificación oportuna para reunificar los reinos de Canaán, de Judá e Israel?

    —En verdad hoy portas un buen augurio, mi querido Jeremías. Leeré el libro de Moisés y conoceré las leyes de Yahvé.

    —Os advierto entonces que el pueblo no las ha cumplido, mi señor, como vengo avisando desde hace largo tiempo —aseguró Jeremías—, pero será mejor que seáis vos mismo quien las leáis.

    —¡Ay, mi querido Jeremías! ¡Nunca contarás una buena noticia sin dar otra mala después! Bien, en cualquier caso, el hallazgo de este libro es un regalo de Yahvé en estos tiempos confusos. Su palabra nos dará la fuerza y el empuje para unificar los reinos, como bien dices. Ahora haced llamad a Hilcías. Debo ver el Libro con mis propios ojos.

    Jeremías asintió, sin decir una palabra más, antes de abandonar la estancia. Al dar la espalda al rey, una leve sonrisa se dibujó en sus labios. La semilla estaba plantada. La credulidad de Josías era la pieza básica del plan que el viejo profeta había elaborado durante años. Los escribas que habían transcrito las palabras dictadas por Jeremías ya no podrían admitir la verdadera autoría del texto sagrado. Al fin y al cabo, aquellos que han visto la palabra escrita de Dios, la Palabra Verdadera, no necesitan de ojos para ver, lengua para hablar, ni manos con las que seguir escribiendo. El regalo que Jeremías les había hecho bien merecía aquel sacrificio, al que se habían visto obligados tras culminar su trabajo. Aquellas partes del cuerpo habían sido un intercambio justo por participar de aquella labor sublime: haber sido transcriptores del libro sagrado que contendría la historia y la ley del pueblo elegido. El libro que en adelante regiría el destino del mundo y de los pueblos que lo habitan, fuera cual fuere el dios al que veneraran.     

    Así sería, por los siglos de los siglos.